El indignado inventor de la calculadora

CalculadoraVerea

Ramón Verea nació y se educó en España, luego viajó a Cuba en 1851. Allí escribió novelas y publicó una revista. Llegó a la ciudad de Nueva York al final la guerra civil cuando tenía 32 años y trabajó en un periódico quincenal publicado en español.

Allí en Nueva York Verea también se dedicó al cambio de oro y billetes de banco, por lo que se interesó en el cálculo. Y aquí comienza una extraña historia de la inventiva. En 1878 a Varea le fue concedida una patente de una máquina de calcular. Las calculadoras se habían ido filtrando en el mercado desde 1820, y todas ellas multiplicaban haciendo sumas repetidas. Así, para obtener 23 por 44 se colocaba la maquina en el 23 y se giraba la manivela cuatro veces para sumar 23 cuatro veces, entonces se movía de nuevo la manivela y se empujaba cuatro veces más para sumar cuatro veces 230. El resultado era 23 veces 44.

Verea vio cómo se podía hacer toda la multiplicación con un sólo movimiento directo de palanca. El fundamento de su máquina era un cilindro metálico de diez caras. Cada cara tenía una columna de agujeros con diez diámetros diferentes que funcionaba más o menos como un telar Jacquard, y era algo realmente ingeniosa. Para finales del siglo XIX las calculadoras mecánicas no eran ninguna novedad, y todas ellas se cambiaron al modelo directo como el de Verea.

El artilugio ganó una medalla de oro en una exhibición en Cuba y la revista Scientific American publicó un artículo sobre el. De repente, la tierra se la tragó. Verea nunca trató de sacarla al mercado. Simplemente se alejó y nunca inventó nada más.

Esta brillante máquina fue tan solo una lección. Verea estaba enojado con su país por haber despilfarrado sus talentos. España se había enriquecido con el oro de los Aztecas en el siglo XVI y desde entonces había tenido que importar productos manufacturados en otros países.

Cuando era niño Verea había visto como España no había desarrollado ninguna tradición inventora ni manufacturera y se había empobrecido a consecuencia de ello.

Verea comenzó entonces un periódico en español El Progreso. En el escribió sobre las máquinas de finales del XIX. Habló del puente de Brooklyn, de los submarinos, de los nuevos linotipos. Reprendía a España. Su tierra natal producía doctores, abogados y políticos, pero… ¿dónde estaban los ingenieros? ¿Dónde estaban los libros en español sobre las artes mecánicas que moldeaban la vida moderna?

Verea comenzó su campaña con un acto impresionante que dejó clara su posición: ¡Claro que los españoles eran capaces de inventar! Él rápidamente sacó un invento brillante, una máquina que anticipaba a la perfección el siguiente paso hacia las computadoras digitales. Y no lo hizo por el dinero, sino para demostrar que si se puede. Las nuevas industrias reemplazarán los viejos campos de batalla –dijo– así es cómo las naciones se definirán de ahora en adelante.

Es una pena que la historia se repita.

Extrato de Engines of our enginuity

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